Aceptar tus límites no es debilidad

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  1. Sientes que necesitas ocultar tus verdaderas emociones. ¿Tienes miedo de parecer débil o vulnerable delante de los demás?
  2. Te culpas a ti mismo por no ser siempre productivo. ¿Descansar o tomar un descanso te hace sentir como si estuvieras “fallando”?
  3. Evitas las conversaciones profundas. ¿Prefieres respuestas rápidas y optimistas en lugar de reflexionar sobre situaciones difíciles?
  4. Buscas la validación a través del desempeño. ¿Sientes que sólo te valoran cuando tienes “control” o eres “fuerte”?

Al planificar un nuevo año, trato de encontrar un ritmo de vida saludable, equilibrando la vida y el ministerio. Pero, fácilmente después de dos o tres meses, me doy cuenta de que muchos de mis propósitos de Año Nuevo sobre descanso y una agenda equilibrada ya se han perdido entre tantas exigencias. Luego viene la presión interna y externa para manejar todo y “ser fuerte” todo el tiempo.

Estamos rodeados de una cultura que Byung-Chul Han, en el libro Sociedad de la fatiga, habla de esta cultura de obsesión por la productividad y la mentalidad de “puedes hacer cualquier cosa”. Esta cultura no sólo nos agota físicamente, sino también espiritualmente. Porque nos obliga a ocultar nuestras debilidades, ignorar nuestros límites y negar nuestros momentos de dolor.

Aceptar que tenemos límites no es signo de debilidad sino de sabiduría. Nuestros límites son parte de la creación de Dios, una invitación a depender de Dios y buscar ayuda.

Cuando reconocemos que no podemos hacerlo todo, abrimos espacio para que Dios trabaje en nosotros. Como escribió el apóstol Pablo: «Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». (2 Corintios 12.9)

Jesús mismo nos mostró que ser humano significa abrazar plenamente las emociones. “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; Quédate aquí y vela conmigo.” (Mt 26,38)
Jesús, aunque era perfecto, no ocultó su tristeza y angustia. Él compartió su dolor con los discípulos y derramó su corazón ante el Padre.

A veces todo lo que hace falta es reconocer tus sentimientos y entregárselos a Dios en oración. Intente decir: “Señor, hoy estoy triste, pero confío en que Tú cuidas de mí”.

Compartir nuestro dolor o debilidad puede ser una forma de sanación, porque en la iglesia estamos llamados a “sobrellevar los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2).

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