En oración, en Juan 17, Jesús indicó que su pueblo le había sido dado “del mundo” (v. 6), pero no debía ser quitado del mundo (v. 15); que todavía vivían en el mundo (v. 11), pero no serían del mundo (v. 14b); que serían odiados por el mundo (v. 14a), pero aun así fueron enviados al mundo (v. 18). Ésta es la relación multifacética de la Iglesia con el mundo: vivir en él, no pertenecerle, ser odiada por él y enviada a él.
Es particularmente sorprendente que, aunque vivimos “en” el mundo (v. 11), necesitamos ser enviados “al” mundo (v. 18).
La oración de Cristo por su pueblo aquí es que el Padre nos “santifique” por su palabra de verdad (v. 17), o más bien, que seamos “santificados en la verdad” tal como Cristo, quien se santificó a sí mismo por nosotros (v. 19).
Ser santificado es estar separado del mal en todas sus formas. Esto es en lo que normalmente pensamos cuando se usa la palabra “santificación”. Pero ser santificado es también ser apartado para el ministerio particular al que Dios nos ha llamado. Es en este sentido que Jesús se separó por nosotros, es decir, para venir al mundo a buscarnos y salvarnos. Nosotros también hemos sido “santificados” o apartados para nuestra misión en el mundo. De hecho, se nos puede describir como “separados del mundo para servir al mundo”.
En Juan 17:18, Jesús dice: “Como tú me enviaste al mundo, así también yo los envié al mundo”. Esto nos dice que hacer misión implica:
– Estar bajo la autoridad de Cristo (somos enviados, no somos voluntarios);
– Renunciar a privilegios, seguridad, comodidad y distancia, entrando verdaderamente en mundos ajenos, como entra en el nuestro;
– Humillarnos para convertirnos en servidores, tal como él lo hizo;
– Soportar el dolor de ser odiados por el mundo hostil al que somos enviados (v. 14);
– Compartir las buenas noticias con las personas, estén donde estén.
Extracto del libro La iglesia, una comunidad única de personas, John Stott, Editora Ultimato