por David Kornfield
La ira santa o justa normalmente busca corregir al otro, no atacar o destruir. Tal enojo es expresión de un amor que quiere lo mejor para la otra persona: que se parezca cada vez más a Cristo, cumpliendo sus propósitos aquí en la tierra.
La ira santa sólo busca destruir cuando no hay otra manera de devolver la salud a otras personas. Fue con este propósito que la ira de Dios destruyó a casi toda la raza humana, dejando sólo a Noé y su familia para un nuevo comienzo (Gen 6). De manera similar, Dios ordenó la destrucción total de ciudades o personas en Canaán, sabiendo que cualquier raíz que sobreviviera contaminaría al pueblo de Israel con su idolatría. Esta acción de Dios es similar a la de un cirujano que “ataca” y extirpa un órgano totalmente canceroso, sabiendo que dejar una parte terminará infectando y destruyendo a la persona.
Normalmente, cuando atacamos o queremos destruir a alguien es porque nuestro ego ha sido amenazado o alguien ha tocado nuestra herida. Cuando nos sentimos atacados, hay dos respuestas naturales: huir o atacar. La huida se basa en el miedo y el ataque se basa en la ira. Cuando la ira se vuelve pecaminosa, queremos derrotar a la otra persona. Incluso podemos razonar que es una cuestión de justicia, pero el deseo de ver sufrir a la otra persona está arraigado. Cuando la otra persona se da cuenta de esto, naturalmente huye de nosotros o también nos ataca. Si no sabemos cómo superar y resolver nuestra ira, podemos terminar destruyéndonos a nosotros mismos y a los demás (Gal 5,15).
Texto extraído del libro Introducción a la Restauración del Alma de David Kornfield, Editora Mundo Cristão.