por David Kornfield
La ira es el deseo ardiente de corregir, atacar o destruir algo (o alguien) que nos molesta o amenaza.
Este deseo ardiente no es malo ni pecaminoso en sí mismo. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos llaman a estar enojados pero no a pecar (Sal 4:4; Ef 4:26). La advertencia a no pecar aclara que la ira no es pecado: al mismo tiempo, está claro que la ira nos lleva fácilmente al pecado. Existe lo que podemos llamar ira santa o justa e ira pecaminosa.
La ira santa o justa se enciende contra la injusticia., expresa la rebelión divina contra el pecado y contra todo lo que difama el carácter o los propósitos de Dios. Nosotros, creados a imagen de Dios, también sentimos esta ira contra la injusticia. La persona que nunca siente la ira santa probablemente no camina muy cerca de Jesús.
La ira de Dios, la ira justa, distingue entre la ofensa y el ofensor. Dios odia el pecado, pero ama al pecador. El pecado necesita ser corregido, atacado y destruido. Pero debemos hacer una distinción entre la persona y sus acciones y palabras incorrectas. (Ver, por ejemplo, 2 Cor 10:4-6). La ira arde. Arde dentro de nosotros, siendo una llama útil pero peligrosa. Corta a las personas, aunque esté dirigido y controlado con precisión. En el mejor de los casos, es un corte quirúrgico beneficioso, pero aun así molesta a la otra persona.
La ira fácilmente se vuelve pecaminosa. Esto sucede cuando:
1) empezamos a defender nuestro ego y no nos limitamos a corregir la injusticia.
2) atacamos alguien en lugar de atacar su error.
3) Alimentamos nuestra ira. Si guardamos nuestra ira durante más de un día, normalmente se volverá destructiva en lugar de constructiva. Cuando la llama de la ira se alimenta, se convierte en un fuego que destruye, que puede destruir la injusticia, pero fácilmente puede salirse de nuestro control y destruir también las cosas buenas.
Texto extraído del libro Introducción a la Restauración del Alma de David Kornfield, Editora Mundo Cristão.
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