por Daniel Vargas e Ilaene Schuler
Nos enojamos cuando:
1) Experimentamos injusticia: A nosotros, o a alguien con quien nos identificamos, nos despojan de algún derecho o nos atacan injustamente.
2) Sentimos estrés: Nuestro cansancio o agotamiento nos deja muy sensibles a cualquier cosa, sin recursos emocionales para afrontar las cosas normales de la vida.
3) Somos atacados: Satanás quiere destruirnos atacándonos o utilizando a otros para este propósito.
4) Se meten con nuestras heridas: Acontecimientos aparentemente insignificantes, pero que tienen un significado especial para nosotros, nos llevan a sentir un gran dolor, profundo y a veces explosivo.
Me ocuparé más de los dos últimos puntos anteriores, señalando que ambos se vuelven muy complicados cuando estamos bajo estrés, porque el estrés ya es emocionalmente agotador.
Nos enojamos cuando alguien amenaza nuestro sentido de valor, nuestro significado, nuestra dignidad como seres creados a imagen de Dios. A veces tal amenaza nos hace huir, otras veces enfrentarnos en amor y otras veces atacar. Incluso al escapar, es normal sentirse enojado. A menudo, el silencio o el distanciamiento son expresiones de ira. Alguien me dijo recientemente que dejó de ir a la iglesia para castigar a su esposa, con quien tenía conflictos. Distanciarse de ella y de las actividades que ella disfrutaba era una expresión de su enfado.
Nuestra ira puede estallar cuando enfrentamos a otros que actúan contra Dios, contra nosotros o contra otras personas con quienes nos identificamos. En el primer caso, Dios puede cuidar de sí mismo. No necesitamos defenderlo. Al mismo tiempo, debemos defender la justicia, las viudas y los huérfanos, los pobres y los necesitados. Al ser fieles a Dios, Él nos llevará a expresar un deseo ardiente de corregir, atacar o destruir aquello que amenaza la justicia.
Cuando las personas actúan contra nosotros, debemos distinguir si estamos defendiendo nuestro ego de forma nociva o saludable. Si es egocentrismo, debemos arrepentirnos. Si se trata de un ataque enemigo, debemos reconocerlo y defendernos. El arma favorita de Satanás son las mentiras, a menudo expresadas a través de verdades a medias o tergiversando la verdad.
Cuando somos heridos, nuestra capacidad para discernir las mentiras de Satanás disminuye, nuestro sentido del significado, nuestro ego, se vuelve muy frágil. Las pequeñas cosas pueden derrotarnos. Acusaciones ridículas nos llegan fácilmente, cuando deberían ser reconocidas como mentiras del enemigo y no traspasan nuestro escudo de la fe y nuestra armadura espiritual (Ef 6,10-18).
Si vivimos en un entorno lleno de rechazos, normalmente necesitamos salir de él para poder sanar nuestras heridas. No tenemos la fuerza emocional para repeler los constantes ataques del presente y también para afrontar las heridas del pasado.
Comprar la pelea de otra persona es muy peligroso, si sólo nos basamos en su historia. Fácilmente tomamos como propia la ofensa ajena. Sin darnos cuenta de que hay dos lados de la historia, dos perspectivas en el conflicto, tomamos solo un lado y atacamos a la persona que percibimos que amenaza a nuestro amigo, cónyuge o hijo. Nuestra ira se enciende aún más si nos damos cuenta de que nuestro ser querido está siendo atacado por alguien o alguna organización mucho más fuerte que él.
Hay tres objetos de nuestra ira: las personas, nosotros mismos y Dios. Arriba hablamos principalmente de la ira contra las personas. Esta ira es relativamente limpia en comparación con la ira contra Dios o contra nosotros mismos. A menudo mezclamos los tres, buscando castigar a todos por actos agresivos. El suicidio puede ser un caso extremo de esto.
La ira contra Dios y contra nosotros mismos se vuelve complicada, porque rara vez somos capaces de comprender y expresar que nos sentimos así. Sentimos tanta culpa que terminamos reprimiendo o negando nuestra ira. Nos convertimos, como en las famosas palabras del libro de Phillip Yancey, “decepcionados de Dios” (Ed. Mundo Cristão).